Amada mariposa, tus labios son el néctar sagrado de un
paraíso vedado, un fruto prohibido que derrite el hielo de mis deseos y pinta
de fuego mi alma hambrienta. Tu piel, tersa como el velo de luna que cubre el
silencio de la noche, es un oasis de luz líquida donde mis manos naufragan
entre constelaciones calladas.
La tibieza de tu cuerpo es un volcán dormido que guarda el
estruendo del verano eterno, una brasa que desafía la cruel tiranía del
invierno y prende la sangre con un hechizo ancestral. Tu calor es un himno
silencioso que arde en los rincones más profundos de mi ser, una melodía sin
tiempo que retumba en mi pecho.
Tu sonrisa es el sol naciente que desgaja las sombras del
crepúsculo, un faro de llamas doradas que guía mi errante navío por mares de
incertidumbre. Es el fuego sagrado que aviva mi esperanza, la luz que convierte
el vacío en amanecer.
La turgencia de tus senos, dos lunas llenas que gobiernan el
océano de mis pasiones, son el altar donde se ofrecen las ofrendas del deseo y
la ternura. En su redondez incandescente late el pulso mismo de la vida, el
suspiro infinito de todo lo sublime.
Dormir entre tus piernas es caer en el vórtice de un sueño
divino, un jardín secreto donde florece la eternidad, y despertar en la piel
del universo, con el corazón restaurado y la esencia purificada. Contigo, mi
amada mariposa, la vida se vuelve un poema sublime, escrito en la tinta
ardiente de nuestras almas entrelazadas.